De la importancia de la música y de los músicos
Hay un momento, hacia el final de la película Casablanca, en el que el personaje de Humphrey Bogart debe despedirse de una jovencísima Ingrid Bergman. El encanto de la escena, un verdadero hito de la historia del cine, descansa sobre una magistral interpretación, sí, pero mayormente sobre una decisión tan idónea como el casting de la película: la música.
La melodía es lluviosa y melancólica. Ingrid llora y la música parece llorar con ella. Y en un instante comprendemos que, si el personaje de Bogart la va a extrañar, nosotros la vamos a extrañar el doble, todo gracias a un prodigioso uso de la musicalidad.
Ser músico es, en efecto, un trabajo de estómago: se necesitan nervios de acero a la vez que una sensibilidad especial: ese tipo de yo no sé qué que te indica cuándo dejar de hablar en una situación incómoda, pero con un alcance superior. Claro está que no todos los músicos se dedican a lo mismo y esa es una verdad a menudo malentendida.
Hay quienes sin un minuto de instrucción formal han dominado un instrumento a fuerza de hacerlo hablar, a veces con gentileza y a veces con autoridad dictatorial. Hay quienes con toda la instrucción formal del mundo aún sufren al no dar bien una nota. Que la música requiere de talento es lógico, que el talento no sirve de nada sin disciplina de monje, lo es aún más.
Truman Capote comparó alguna vez el aprender a escribir bien con aprender a tocar el violín: se necesita dedicarle al menos una hora al día, todos lo días. Estaba equivocado, una hora no vale de nada. Que lo digan las tardes completas de practicar escalas o las tomas repetidas en un estudio de grabación, para llegar al corazón hay que primero rasparse las rodillas.
Si hay algo bello de la música es que combina dos mundos que creemos son diametralmente opuestos. El sonido, musical o no, es un fenómeno físico, que para ser descrito requiere del lenguaje matemático; la música misma, dentro de su espontánea naturaleza, responde también a números y cuentas, a intervalos y cálculos que la dotan de perfección inescrutable pero siempre mejorable. Ahí está el porqué del músico, ni todo está dicho sobre una pieza acabada, ni se acaban las oportunidades de escribir piezas nuevas.
Un recuerdo perenne en la memoria de quienes aman la música es el título del primer disco, del primer artista, de la primera canción que escuchamos. Y es con base en esas elecciones, en esas coincidencias sonoras, que formamos nuestras vidas y acompañamos nuestros estados de ánimo. Ahora, que no toda la música es buena ni todos los artistas memorables, es algo que tampoco podemos olvidar.
Colombia es sin duda cuna de grandes músicos, y aunque las cuentas dan casi parejo, es la Costa Caribe, la que insiste en parir más seres de esta índole. Hablaríamos claro de músicos famosos, porque músicos buenos hay en todas partes, desde Punta Gallinas hasta Leticia, Colombia es un país con una innegable vena musical.
El Joe Arroyo, por ejemplo, poseía escasa formación y su genio nunca dependió de ella: al principio componía con base en imitar sonidos con la boca, explicar combinaciones con la voz e imitar ritmos con las palmas. Su destreza era tal, que se creó un género para él mismo: el Joe Son, y nos puso a bailar a todos con su pasito tun-tun ahí. Ese talento, combinado con un carisma especial sobre el escenario lo hicieron el ícono del Caribe y lo dejaron imprimir su huella en la mente de quienes conocieron su música.
Rafael Escalona fue el reemplazo de Francisco el Hombre. Poeta sin duda, maestro del paseo después. Un hombre capaz de armar casas en el aire a punta de acordes. La métrica, la precisión y el elemento rural del vallenato se alimentaron de su generosidad para la composición. Habló de anécdotas y amigos, fue un verdadero juglar y logró revitalizar el vallenato, que podríamos decir, se parte en antes y después de Rafa.
José Barros no fue un compositor ampliamente conocido por su repertorio, aunque lo conocemos casi todo, muy pocos saben que fue él quien compuso temas del calibre de Navidad negra, El pescador, Momposina, Las pilanderas, El gallo tuerto, El guere guere, o La llorona loca. Fue La Piragua, de 1969, un verdadero himno, la que lo dio a conocer en América y la que encabeza una larga lista de temas en clave de cumbia, porro, currulao, vallenato, pasillo, tango y bolero.
Ser músico, y sobre todo un músico colombiano, es como hablar todos los idiomas del mundo, pues es estar dotado de una capacidad comunicativa monumental, que facilita luego la comunicación entre quienes no necesariamente hacen música. Ser músico es una hazaña en sí, pues es asumir la tarea de crear para hacer del mundo un lugar más humano.